
Para los griegos la Tierra, a la que llamaron Gea, era la madre de todo: surgida del caos originario, alumbró, sin ayuda de ningún elemento masculino, a Urano, el cielo, “para que la contuviera por todas partes” y delimitara los contornos de su cuerpo. Abrigada por ese primer hijo, en un segundo esfuerzo parió a las Montañas, morada de las ninfas, que se complacen en disfrutar de los bosques que brotan en las sólidas laderas. Los relatos míticos están llenos de encuentros (hermosos o crueles) entre las ninfas y los hombres. Finalmente, Gea, dio a luz a Ponto, el mar de agitadas olas, verdadera patria de los griegos, terrible y plácido, cuyas aguas obedecen al soplo de las suaves brisas o de las violentas tempestades.
Éste es en esencia el relato que Hesíodo nos presenta al comienzo de su Teogonía:
Gea alumbró primero a Urano, cuajado de estrellas, con sus mismas proporciones, para que la contuviera por todas partes y poder, así, ser segura y eterna morada de los dioses felices. Después dio a luz a las grandes Montañas, gozoso hogar de las Ninfas que habitan en los frondosos montes. También parió al mar, el Ponto, sin necesidad de relación amorosa. (Teogonía, 126 y ss.)
El origen de nuestro hogar fue imaginado así por Hesíodo y por muchos de sus contemporáneos, que entonces no podían intuir ni comprender la naturaleza de muchos de los sucesos naturales. Y la imaginación de aquellos hombres, creyó también que deidades y hombres tenían su origen en el abrazo de Gea y Urano, fundando así una generación de dioses que, al tener la misma madre que los hombres, sólo fueron sobrehumanos, no sobrenaturales.
Hijos, en efecto, de la Tierra, los dioses griegos jamás se situaron por encima de las leyes de la naturaleza ni osaron alterar su equilibrio, pues sabían que de ello dependía la inmortalidad de toda su estirpe.
Mas los hombres, con el tiempo, intentaron comprender. Compartiendo las imágenes de los creadores de mitos, llegaron sin embargo a deducir que la tierra es una esfera que gira alrededor de una estrella brillante. Percibieron también que se mueve, que viaja constantemente a través de una ruta que determina la sucesión de los días y las noches, del invierno y del verano. Con su alma de viajeros complacida por aquella certeza, llamaron a la tierra planétes, planeta, es decir, “errante”.
Hoy no creemos en los mitos. Omnipotentes, arrogantes, llenos de una estúpida seguridad en nosotros mismos, hemos confundido los mitos con los cuentos, y ya no creemos que la Tierra sea nuestra madre. Sólo así puede explicarse que estemos matando a sus tres primeros hijos.
Urano, asfixiado por nuestros emisiones, empieza a no poder defendernos de los rayos del sol; Ponto agoniza poco a poco contaminado con los residuos de nuestro bienestar; las Montañas ven arder su vestimenta de bosques y lloran contemplando su aspecto de ancianos desnudados con violencia.
Errante, en efecto. Nuestro planeta, nuestro hogar, navega errante, como un navío desarbolado gobernado por una tripulación de piratas insaciables.